Irene asintió en silencio, entrecerrando los ojos y
agachando la cabeza para que no le molestase tanto el sol, y señaló
con el dedo varios montoncitos de arena con algas y palitos de madera
que estaban fuera de las murallas.
—¿Y eso qué es?
(...)
—Eso son tumbas. Es un cementerio.
—¿Para quién?
—Para la gente del imperio que se va muriendo. Mira,
estas son las cruces. Las he hecho con palitos de helado y trocitos
de madera que encontraba por ahí, y las algas son como si fueran
coronas de flores.
—Qué macabro —dijo Irene, haciendo una mueca.
—¿Qué significa macabro?
—Que da susto.
Yo me encogí de hombros, buscando más piedras redondas
y grises para un lado desprotegido que acababa de descubrir en las
murallas.
—La gente se muere. ¿Es hora de merendar?
—No lo sé. ¿Quieres que enterremos algo de verdad?
—¿Como qué?
—Hay una babosa gorda ahí, al lado de esas chanclas
azules —señaló Irene—. Podemos ir y cogerla y enterrarla. Yo
creo que está muerta, porque la han sacado unos niños del agua y le
han clavado palos.
(...)
Cuando el hoyo estuvo listo, echamos la babosa muerta en
él y nos quedamos mirándola.
—¿Y ahora qué?
—No sé. ¿Le rezamos una oración?
—Pero las oraciones son para las personas.
—Pero es que si no, no va a parecer un entierro.
—En un entierro también se está triste y no estamos
tristes, y también se va con ropa normal y nosotras estamos en
bañador.
—Y con el culo lleno de arena —volvió a reírse
Irene—. Vaya rollo de entierro.
—Vamos a pedirle dinero a mamá para comprarnos
helados en el quiosco.
—Pero primero enterramos a la babosa.
—Bueno.
Al final, nos turnamos para echar montones de arena
mojada a la tumba, hasta que la babosa desapareció de nuestra vista.
Irene se quedó mirando la tumba, puso un trozo de alga encima y
dijo:
—En la arena he dejado mi alma.
Reconocí la canción de la misa de los domingos y
sacudí la cabeza:
—Mi barca. En la arena he dejado mi barca, burra.
—Que no, que es alma.
—Que no, que es barca, que siempre me toca sentarme al
lado del padre Darío y dice barca.
—Pero si dices alma suena más bonito.
Eso era verdad.
Fuimos a por el dinero para los helados y echamos una
carrera hasta el quiosco. Luego nos los comimos junto a la silla del
abuelo Lauro.
(...)
Aquella noche nos llevaron a cenar a la hamburguesería
de debajo de nuestro apartamento, y luego al paseo marítimo a ver
las figuras gigantes de arena que hacía un chico joven en la playa
por las noches, rodeándolas de antorchas, y después fuimos al
mercado que los niños del pueblo hacían con sus cosas y pequeños
tesoros al final del todo, cerca de la heladería grande, y cada una
nos compramos una piedra redonda, pulida y blanca, con dibujos
preciosos, y no hacía falta nada más, ni nada menos tampoco, para
ser feliz.
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