Son los ojos de Daniel los que me dan el primer golpe.
Es la expresión desencajada de su cara la que me anuncia una
dimensión nueva del sufrimiento.
—Vio, toma.
Ahora soy yo la que no quiere coger el teléfono.
—¿Qué ha pasado?
—Vio, cógelo, por favor.
Cojo el teléfono y una voz de hombre me anuncia que
Irene ha muerto, y en el instante que habita el espacio entre ambos
hechos los brazos de Daniel me rodean y me
aprietan como si se hubieran propuesto partirme en dos, y su llanto
ronco se inicia mientras se me doblan las rodillas y se me corta el
aliento, y un segundo más tarde solo soy y oigo y veo y trago y
respiro dolor, dolor, dolor negro, dolor enloquecedor, dolor sin fin,
dolor.
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Con esta historia, sí. Con esta historia, lo veo. Se está escribiendo sin prisa, pero sin pausa. Se está soltando de mi mano, crece sola. A ver dónde me lleva.